El resentimiento es como un veneno que tomamos a diario… a gotas, pero que finalmente nos termina envenenando. Muchas veces pensamos que el perdón es un regalo para el otro sin darnos cuenta de que los únicos beneficiados somos nosotros mismos.
¿Cuántas veces le tengo que…? Sí, cuántas veces tienes que resucitar y hacer surgir a alguien, de salir al sol, al aire libre, para saltar de alegría, para hacerte amigos, para inventar un juego nuevo, después del extenuante ping-pong que envejece a todos.
Nos hemos empeñado, como Pedro, en reglamentar, organizar el perdón. Precisar cuándo es la “última vez”.
Pretendemos introducir números en el registro de la misericordia.
Por suerte, Cristo ha hecho polvo las cantidades y nos ha hecho entender que no es cuestión de números. Que no existe la última vez.
Que, en la vida del cristiano ha de penetrar el evangelio, no una contabilidad frustrada.
“Si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonar?”
Siempre “son los otros los que faltan”, los que nos hacen daño, los que tienen algo qué hay que perdonar.
Ni siquiera hemos contemplado que las situaciones se pueden invertir. Que yo también puedo ofender, escandalizar, mancharme con alguna culpa frente a mi hermano.
¿No se nos ha pasado por la cabeza que alguien tiene algo preciso qué perdonarnos?
A veces es más fácil perdonar que… pedir perdón y… dejarse perdonar.
Pedro, hemos de aprender contigo que se puede perdonar sólo pidiendo perdón.