La primera y la segunda lectura parece que nos preparan al drama que se desarrolla en el Evangelio.
El amor y la misericordia de Dios son universales, inclusivos, completos – para todos los pueblos de todos los tiempos.
En el evangelio de hoy, Jesus aparece cruzando la frontera al país extranjero del norte, hoy Líbano. Se interna en territorio pagano.
Sin embargo, quizás la frontera más difícil de superar es la nuestra mentalidad.
Y Jesus se cananea encuentra con una mujer, muy valiente, que, siendo pagana, le suplica a Jesus.
Personalmente, no estoy seguro si yo hubiese insistido, después de ser ignorado por él.
La audacia de esta mujer me cuestiona: si yo pudiera continuar elevando mis súplicas a Dios, a pesar de tener la sensación de que soy ignorado o que Dios no tiene interés en mi oración.
¿Qué nos ha detenido para hablar con Dios? ¿Qué deseos, aparentemente ignorados o rechazados, nos han orillado a dejar de orar?
¿Qué nos pasa cuando dejamos de buscar, suplicar y orar?
Tal vez nuestro corazón ha perdido la capacidad de entrar en el misterio providente de Dios y el poder de la paciencia no está en nuestros planes.
La misericordia, la justicia y la salvación de Dios son generosamente prometidas y dadas a todos los que buscan sinceramente al Señor.
Asimismo, en la segunda lectura Pablo nos señala que la misericordia de Dios está pensada para todos, ya sea judío o gentil.
Jesus llega a otros territorios, no como un turista a conocer, o ir de compras, o quizás para compadecer. No.
La vida es un viaje, donde no solamente llevamos y compartimos.
Saber viajar y saber vivir… implica también el saber recibir.
Jesus regaló el milagro a aquella madre pagana. Pero antes ha recibido de ella la sorpresa grata, admirable, asombrosa… de su fe: Mujer, ¡qué grande es tu fe!
Este es el regalo de la mujer a Jesus y a sus discípulos. Les ha hecho encontrar algo precioso en ella, que ellos no esperaban.
No solamente se trata de tolerar a los que no piensan como nosotros, o abrir las puertas a los extraños. Se trata de descubrir los valores que cada persona es portadora.
Seamos tan audaces como la mujer cananea, para creerlo y practicarlo, ejerciendo el poder de la paciencia al buscar la misericordia de Dios, la salud y el amor y de dejarnos sorprender también por los de siempre y por los extraños.